¡Por fin libre!, pensé. Y por primera vez en veinte años, empecé a sentir que mi casa era un lugar cómodo y lleno de tranquilidad. Hice limpieza de armarios, cambié cortinas, cuadros, pinté el piso, y renové todo lo que pude. Sin pedir permiso. A mi gusto. Sin preguntar: era mi espacio y lo quería limpio, bonito y ordenado. Y empecé a reír junto a mis hijos y a ser feliz sin sentirme culpable. Y entonces, con los meses, apareció otro hombre en mi vida, también divorciado y con hijos.  

Y cada uno en su casa. Recuerdo la primera vez que limpió mi cocina porque yo me encontraba mal. Vino a comer y al acabar dijo: estírate que ya limpio yo. No me lo podía creer. Es más, al principio me negué porque ese era mi trabajo. Pero después acepté y me fui a dormir. Y, al despertar, parecía un milagro, ¡todo limpio y ordenado! Cuando fui a darle las gracias y explicarle mi sensación de bienestar, respondió: pues así es como me siento yo cuando tú arreglas mi casa. Y me di cuenta de que yo, como una autómata, limpiaba su casa porque formaba parte de mi rutina diaria. Ay, cuántas enseñanzas desde tiempos inmemoriales… Pero, ¿cómo es que limpiaba su casa y mi casa sin darme cuenta? Entonces, vi mi error: siempre daba exageradamente. Si se puede dar un cien por cien, yo entregaba el ciento diez, y él se agobiaba. Y yo siempre insistía en hacerme valer. ¿Hacerte valer?, se exclamaba. No hace falta que me des tanto, no quiero tanto, tu problema es que no te ves a ti misma, no te das cuenta de lo que vales. Y repetía: sé tú misma.

Y me puse a pensar. Y descubrí que no sabía quién era yo, que siempre me olvidaba de mí, de lo que yo quería. Así es que me propuse algo nuevo: a ser positivamente egoísta. Decidí que le daría el setenta por ciento y, el resto, para mí y mis proyectos. Y me costó. Pero aprendí.

También recuerdo la primera vez que me abrazó al despertar, que me dio los buenos días. Que me acunó. Y ese gesto, el que yo había entregado durante tantos y tantos años, cobró vida en mí porque lo recibí. ¡Y lo recibí sin tener que pedirlo! Y descubrí que los abrazos, además de curar, te protegen. Porque todo cambia cuando empiezas el día con amor. Porque a las mujeres nos enseñan fatal, nos enseñan a dar sin recibir. Y a los hombres les enseñan fatal, les enseñan a no escuchar porque la sensibilidad es una cualidad femenina. Ay, cuántas vidas insatisfechas. Y reivindiqué mi derecho a recibir de la misma manera que daba, porque ni yo te daré porque es mi obligación, ni tú recibirás porque es tu privilegio.

Y fue así como, poco a poco, entendí que todo lo que había entregado durante años tenía valor, que era un tesoro, que merecía a mi lado a un hombre que se sintiese feliz cuidándome, y que me aceptase con lo bueno y con lo malo, igual que yo a él.

Recuerdo días. O mejor: momentos. Son los de la primera vez: el primer día que limpió mi cocina, el primer abrazo al despertar, el primer regalo… Aquellos en los que la conciencia se abrió a un nuevo aprendizaje: el del equilibrio y la felicidad.

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