Hay un rincón donde sentarse a escribir, a pie de una pequeña escalera medio escondida entre plantas y flores. Un margen las protege del sol. Y un poco más allá, bajando por el sendero, el arroyo. Contemplo las nubes sobre el fondo azul y oigo el agua que baja tranquila por la antigua acequia de piedra. Al fondo, un campo de amapolas. Me siento y escucho. Y recuerdo a un amigo cuando decía que no es lo mismo el amor que el enamoramiento, porque éste se basa en lo efímero, si nace de la pasión y del impulso, así como llega, se va. Pero qué diferente es cuando llega desde la admiración intelectual e incondicional, y trasciende; cuando sabes que has encontrado a alguien con quien desearías estar, ser, compartir, con lo bueno y con lo malo. Alguien a quien decir: sin ti, mi vida está bien. Pero contigo, sería mejor. Entonces, has llegado al amor.

Me decía, además, que la vida da muchas vueltas, que nunca sabemos qué sucederá, que un quizás puede ser un sí o un no. Y tiene razón, a veces necesitamos tiempo y espacio para saber qué queremos, para valorar si estamos dispuestos a aceptar los cambios profundos que algo o alguien supondría en nuestra vida. Y cuando uno es el espejo del otro, los dos lados cuestan. Porque respetar ese tiempo y ese espacio desde la lentitud, el silencio y la aceptación a la incertidumbre, cuesta. Entonces, tomas conciencia de que estás frente a un gran maestro, porque un maestro no es solamente la persona que te enseña con delicadeza, también lo es quien te arranca de tu zona de confort para sacudirlo todo, porque en uno y otro lado hay aprendizajes profundos que necesitan tiempo y espacio.

Y hoy hablo por mí y de lo que yo soy, de lo que siento, de lo que quiero. Porque el tiempo nos da las respuestas y hay que aceptar, desde el respeto, lo que llegue a ser. Y si tiene que ser, será.

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