Álex (Alejandra) me muestra una fotografía suya impartiendo clase en la escuela de niñas de Qala-e-Naw, una de las zonas más pobres de Afganistán, en 2006.  “Fíjate, voy con chaleco, casco y machete, y teníamos a un francotirador en el tejado para darnos seguridad”, dice, y me pide que pixele su rostro y cualquier elemento que pueda identificarla. Y continúa: “Allí, las maestras son objetivo de los talibanes: si están en un colegio de niñas, porque no las quieren educar; si es en uno de niños, ¿cómo podría enseñarles una mujer?”.

Álex daba clases de inglés, de español y de matemáticas, y me cuenta la historia de la niña que está con ella en la fotografía. “Se llamaba Laila; era preciosa, de diez u once años, muy lista, fíjate con qué inocencia me mira, era indescriptible, me miraba a los ojos y a la boca. Recuerdo que el último día de clase, justo antes de las vacaciones de invierno, le pregunté si después iba a volver. Creo que no ─contestó─, porque mi padre me está buscando marido. Pero yo me quiero casar con Halim. Y, efectivamente, no volvió. Pero a principios de abril, me avisaron de que estaba en una cárcel de mujeres. Cuando llegué, vi a unas sesenta mujeres en una habitación de veinte metros cuadrados, sin camas, sin ventanas, sin ventilación y sin luz. Y solamente podían salir una hora al día para pasear por un patio. Y en esos veinte metros cuadrados lo hacían todo, hasta dormir e ir al baño… Y sin luz. Pienso en la suerte que tuvo Laila; estaba allí porque se había escapado con Halim, su “novio” de doce años, y ni te imaginas la cantidad de historias de amor entre chavalines que se escapan, y cuando las familias los pillan, los lapidan. Y esto ha venido a raíz de haber menos matrimonios concertados. Tuvieron suerte.

Ya imaginarás que hice lo que pude para sacarla de allí. Lo conseguí a través de una ONG que se encargaba de acoger a las niñas víctimas de matrimonios concertados. Eran niñas de trece o catorce años. Pero la ley islámica dicta que debían regresar a casa, así que tenían un abogado que hacía de intermediario entre ellas y la familia, para evitar que los maridos volviesen a maltratarlas. Y claro, te veían a ti, mujer, militar, armada hasta los dientes que cualquiera te dice nada, y te preguntaban que cómo era el mundo occidental. Y ¿tú qué les cuentas? ¿Cómo les explicas que tienes una hija de su edad, que va con minifalda al instituto, que se maquilla, y que los colegios son mixtos? ¿Qué les respondes para no darles falsas esperanzas?”.

Álex, además de dar clases en la escuela de niñas, colaboraba con una organización que luchaba por los derechos de la mujer; allí trabó amistad con la directora, de la que no sabe nada desde que Qala-e-Naw cayó en manos de los talibanes el pasado 12 de agosto. “Es que será carne de cañón ─dice embargada por una tristeza que se esconde detrás de su sonrisa─, espero que lo viese venir y que haya conseguido huir. Imagínate, allí organizábamos talleres para enseñar a las mujeres a tejer, a cocinar, talleres sobre la higiene femenina, el aparato reproductivo… porque había chicas que habían tenido tres o cuatro hijos y no sabían cómo cuidar a un neonato, por eso no los inscriben hasta los cinco años, por la alta tasa de mortalidad infantil. También les dábamos talleres de peluquería, de estética y de agricultura. De cualquier cosa que les garantizase ser autosuficientes de cara a mantener a la familia, pero sin saltarse la ley islámica”.

Le vuelvo a preguntar sobre Laila y responde que al final la casaron con un señor de cuarenta años. Y añade: “Afortunadamente, sobrevivió a la noche de bodas. Allí venden a las hijas porque les aportará dinero para poder sobrevivir. Y ha de ser con un hombre lo más mayor posible, porque según la ley de la sharia, cuanto más mayor sea él, más capacidad tendrá para cuidar de una niña de once años que parirá durante su juventud. En la práctica, empiezan a casarlas cuando les viene la regla, y durante la noche de bodas se las cepillan y las desangran. Es exageradísima la cantidad de niñas que mueren durante la noche de bodas. Y son cosas que te las traes, porque no se olvidan. Y cuando recuerdas a tus alumnas, piensas: ¿Qué habrá sido de ellas?, porque las recuerdas a todas, porque, para bien o para mal, nosotros interactuamos con ellos. Son cosas que hasta que no las ves, no puedes entenderlas. Nosotros llegamos a casa y tenemos luz, agua, calefacción… Pero el 80% de la población afgana, fuera de las grandes ciudades, viven en chabolas de barro, sin luz, sin agua potable, sin calefacción, sin habitaciones, porque es una chabola para todo. Y su única preocupación es saber qué van a comer mañana. Se ha trabajado muchísimo para tratar de que dejen el opio y para que aprendan otro medio de subsistencia. Mientras nosotros hemos estado allí, les hemos enseñado a cultivar cualquier tipo de legumbres, de vegetales y a criar otros tipos de animales además del cordero, porque nosotros lo hemos introducido. Nosotros, en Qala-e-Now, el ejército español, la AECID, y varias ONG internacionales, somos los que hemos puesto el alumbrado eléctrico de la ciudad. Pero es que se apagaba a las seis de la noche, porque iba con generadores, porque no hay torres de electricidad, van con gasolina y sería demasiado gasto. Y en estas condiciones, tú allí le hablas a alguien de derechos humanos y le estás hablando en chino, porque lo único que les interesa es sobrevivir y que no le pasen por cuchillo. Para que te hagas una idea: tenía a mi cargo a un trabajador afgano que acababa de ser padre, y se me presentó un día con su hija recién nacida, que no tendría ni un mes, y me la ofreció para que me la llevase a España. Me dijo: “prefiero que te la lleves tú, aunque no la vuelva a ver”. Pues si esa niña ha sobrevivido, que no lo sé, ahora tendrá quince o dieciséis años, la habrán casado y habrá tenido algún hijo. Eso, si no murió en la noche de bodas».

Por suerte, mientras escribo esta entrada, me llegan buenas noticias: Álex me avisa de que ha conseguido localizar y sacar, in extremis, a su amiga la directora, a ella y a su familia.

Confieso que me ha costado muchísimo escribir esta entrada, que me siento sobrepasada por la dificultad de intentar transmitir cómo se siente Álex, y cómo me siento yo después de escucharla. “Es doloroso ─dice al final─, con todo lo que se ha trabajado para enseñarles que hay otra vida y, de repente, de hoy para mañana, todo lo que había antes del quince de agosto ya no existe”. Y es que Álex ha dejado allí la mitad de su corazón.

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