He subido al campo de olivos. Ahora que los días se acortan, hay que aprovechar cualquier mediodía soleado para caminar y descansar. Me he recostado en un árbol, está repleto de aceitunas. Cierro los ojos y escucho. El viento me trae el tañido lejano de unas campanas que tocan las horas; también el ladrido del perro de una de las masías que salpican el campo. Una brisa ligera mece las ramas más finas. Pasa una avioneta sobre el cielo profundamente azul; me recuerda a cuando de niña, me quedaba embobada mirándolas. Aunque a veces también ahora. Me cojo un mechón de pelo y lo miro a trasluz del sol para ver sus reflejos.

Hace frío y he de continuar, quiero llegar a la pequeña fuente que se esconde en la vegetación. Después, el camino será de bajada y se hace rápido, aunque siempre me retraso porque me embarga contemplar la última luz del día que se difumina hasta morir en la noche. Y le saco mil fotos al atardecer. Con suerte, una o dos quedarán bien, como las de la fuente, el olivo, los paseos…

Qué os voy a contar que no sepáis ya, que me gusta caminar y compartir con vosotros estos momentos de felicidad.

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