A veces hay que dar un paso atrás, detenerse, descansar. Llorar. Tirar treinta o cuarenta páginas de tu novela. Volver a empezar.

Escribir es saber que te perderás, es trazar un camino y descubrir hasta dónde estás dispuesto a llegar. Es bucear en ti, en mí. Y ser capaz de cambiar. Corregir para mejorar. Es escribir hoy, mañana, pasado. Escribir, siempre. Y si no puedes de día, durante la noche: una hora, dos, tres, lo que aguantes. Escribir aunque todo te pueda, te duela. Es pedir ayuda, escuchar, dejarse guiar, saber quién se mantiene a tu lado, quién te recoge cuando te caes. Mantenerse de pie cuando has trabajado durante semanas, meses, y el resultado no gusta. Y continuar porque tienes algo importante que decir.

Y un domingo cualquiera, como podría ser hoy, decides ir a la floristería: tu balcón necesita flores, porque es ahí donde escribes día sí y al otro también. Entonces, entre el aroma de los lirios y las gardenias, escuchas a alguien que dice: escribir es tan bonito, es tan romántico, es estar siempre inspirado. Y yo sonrío y, entre tiesto y maceta, le explico sobre los cuatro años que tardé en escribir mi primera novela, y en los tres y pico que llevo para la segunda. ¡Oh!, exclama mi interlocutor, ¿tanto?

La verdad, es tan pueril, ¿quién se enfadaría por un comentario así? Hasta me han dado ganas de reír.

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