Ojalá estuvieses aquí. Te explicaría que ayer me bañé en el río y que el agua estaba tan fría que casi no pude entrar, y que de lo limpia que la encontré dudaba sobre qué era real, si mi cuerpo o su reflejo. Los macizos de flores salpicaban el agua derramando colores sobre ella, y los árboles pintaban manchas como en un cuadro. Fue divertido, me acordé de la última vez que vinimos.
Ojalá estuvieses aquí. Te explicaría que hoy he escrito hasta tarde y que te imaginaba durmiendo. Que desnuda entraba en la cama para sentir la calidez de tu piel, y tu respiración. Que me apoyaba en tu pecho y que, dormido, me abrazabas: lo haces para que no me pierda, dices. Y si estuvieses aquí, al despertar sentiría tus labios, tus caricias y tus palabras tiernas, y tú las mías.
Ojalá estuvieses aquí, te besaría y me dejaría arrullar. Y te explicaría que continúas siendo infinito, ahora y siempre, porque habitas en mí.
Y cuando por fin despertó, la Bella Durmiente empezó a escribir su propia historia. Porque había dormido tanto tanto… que aprendió a usar el móvil, la tablet, se matriculó en la universidad, viajó, montó un negocio de interiorismo vintage… y, en fin, que hizo tantas cosas interesantes que se dio cuenta de que era un partidazo y pensó: ¿Casarme yo? Pufff…
La Asociación de Perdices da las gracias a todos los matrimonios fallidos, separados y divorciados, porque gracias a ellos su especie no se ha extinguido. Así mismo, se hace saber que:
a) Cualquier Príncipe Azul, por ser azul, será llevado al zoo y echado de comer a parte.
b) No se besarán ranas encantadas: nadie asegura que el príncipe dejará de ser un baboso. Después llegan las decepciones.
c) No se permitirá a los príncipes probar zapatos a las princesas: si no se acuerdan de tu conversación, de tu inteligencia y de tu cara, no vale la pena casarse.
d) Ninguna mujer dormirá cien años a la espera de ser besada por un príncipe: primero, por ser una pérdida de tiempo; segundo, porque al despertar tendrías ciento y pico años y el príncipe solo veinte o treinta. Lesbianas, id con especial cuidado en no dormirse: en los cuentos siempre besan los príncipes nunca las princesas, es decir, que a una lesbiana no la despertaría nadie.
La Asociación de Perdices conmina a los futuros contrayentes a degustar otras viandas como frutas, legumbres u hortalizas para celebrar su futura felicidad.
Dicen que este año será difícil ver al niño Jesús en nuestro pesebre: tengo gatos. Las Navidades pasadas ya tuve problemas con Baltasar, tras una semana desaparecido lo encontré debajo del sofá. Por suerte, llegó a tiempo para la adoración.
Busco al niño Jesús pero continúa sin aparecer; la verdad es que no recuerdo haberlo perdido. Por eso creo que se este año ha decidido irse de ocupa a algún pesebre cercano, al de algún vecino, pero que sea al de arriba porque el de abajo también tiene gatos. Algún amigo me ha dicho que esté tranquila, que hasta el 25 de diciembre no ha de nacer, que espere. Pero contemplo a la Virgen María y no la veo en estado, algo que, sin pretender ser irreverente, me preocupa todavía más. Aun con todo, la esperanza es lo último que se pierde: aparecerá.
A estas alturas de mi vida, la Navidad no me emociona especialmente, tal vez porque veo la miseria que hay en el mundo. Miseria que vive a costa de nuestro ritmo de vida, de nuestra sonrisa y felicidad capitalista (aunque en secreto tantas personas confiesen que la Navidad les deprime tanto como a mí).
Os doy las gracias, lectores, por seguirme y acompañarme, porque vuestro apoyo es el mejor regalo. También a mis amigos, que sostienen mi ánimo cuando flaqueo, y a todos los que me ayudáis desinteresadamente compartiendo conmigo vuestro tiempo, trabajo y experiencia para que mis proyectos sigan adelante.
A todos, feliz Navidad y que el 2018 os traiga amor, felicidad y muchos éxitos profesionales y personales.
Intenté llegar a un castillo en ruinas por el sendero que cruza el bosque y admirar desde lo alto las preciosas vistas. La lluvia caía suave. Quería sentir la libertad y bucear en el silencio, contemplar el campo al trasluz de la neblina. Ascendía y me empapaba del verdor del follaje salpicado de rojizos y amarillos, y pensaba en cómo volver a la tranquilidad inspiradora para un nuevo relato. Tronaba. De vez en cuando aparecían a mi derecha los campos recién labrados, y su marrón intenso contrastaba con el gris oscuro de las nubes que cubrían el cielo. La niebla bajaba traidora. Caminaba e intentaba liberar mi mente hasta que algo me sobresaltó, fue una intuición. Paré, a mi alrededor no había nadie, estaba sola. Dicen que si oyes al viento arrastrar un aullido, es que hay lobos cerca. Escuché pero solo oí el chocar de las gotas contra el suelo, las hojas, los charcos. No parecía que el tiempo fuese a empeorar. Dudé sobre si avanzar o regresar al coche.
Continué subiendo, sin prisa, distraída, hasta que me di cuenta de que arreciaba. Aceleré. El sendero estaba fangoso y resbaladizo, empezaba a cerrarse a mi paso. Las ramas enmarañadas se enredaban sobre mí. Ya casi había llegado. Quise alcanzar el castillo y buscar refugio, pero empezó a granizar y quedé empapada. Debía regresar, continuar ya no era una opción. Recordé una masía aislada por el camino, tal vez podría acercarme. Sí. A lo lejos. Una masía imponente y antigua, rectangular y de piedra oscura. Cuando llegué la niebla empezaba a cubrirla y su luz la anclaba como a un faro. Yo era la barca. Llamé al timbre.
Me abrió un hombre joven, alto, fuerte. Me observó. Le observé. Me fijé en su mirada oscura. Me invitó a pasar, sorprendido de encontrar a una excursionista bajo la tormenta. Me ofreció ropa limpia y un cuarto de invitados para ducharme y cambiarme. La decoración era antigua, cálida y rústica, pero el caserón era frío y húmedo. Bajé a la cocina. Me acerqué al hogar y los leños crepitaban, susurraban, como si la noche hubiese caído ya, como si la noche hubiese entrado conmigo. Miré por la ventana. Era de día. Sí. A las cuatro de la tarde todavía hay luz durante el otoño. Pero era una tarde hostil. Me quedaría el tiempo justo hasta que amainase. Dicen que de noche, si te conviertes en presa de un lobo, sus ojos brillan como las llamas de las velas.
El extraño me sirvió un plato de caza, jabalí asado con puré de castañas y calabaza.
La lluvia no cesaba, repicaba furiosa contra los cristales. El día se diluyó hasta morir en la oscuridad. Me acerqué a la ventana y el vaho de mi respiración difuminó mi reflejo. Me desconcertó no ver nada a través de la ventana, solo oscuridad, el negro de la noche cobijando ideas, deseos, miedos. No había teléfono ni cobertura de móvil. Cada tic tac del reloj era un latigazo en mi pecho. Abrí la ventana y el frío me abofeteó, sentí un escalofrío como si una serpiente recorriese mi cuerpo. El viento aullaba arrastrándose desde el bosque. ¿Habrá algo más?, pensé. Cerré rápidamente y me sobresalté. En el cristal vi reflejada la figura del extraño, sonriendo. Me volteé nerviosa. “Sí, hay lobos, de noche no te adentres sola por estos bosques”. Calculé que mi coche debía estar a unas dos horas de allí, en la carretera. Subí a la habitación, mis ropas estaban secas. Quería largarme pero no era prudente quedarse ni tampoco marcharse. Esperé en la habitación hasta que el extraño dijo que tenía la cena lista. Bajé por cortesía. Los peldaños crujían.
“Te quedarás sola durante un rato”, dijo. Sentí miedo. Un miedo atroz. Marchó. Cené y estuve despierta durante horas, encerrada en mi habitación, hasta que me sobresalté. El crujir de los peldaños se hacía más y más fuerte. No me atreví a salir. No me atreví a mirar. Pero la puerta se abrió. El extraño apareció ante mí, ensangrentado, sonriente, con una baba descolgándose de sus colmillos. Vi el destello de las llamas en su mirada oscura: yo era la luz de las velas, el despertar de su lujuria obscena. Y él de la mía hacia un ser extraño medio hombre y medio lobo. Sentí miedo de mis instintos, de aquella atracción salvaje y famélica que me atormentó. Se desabrochó la camisa con suavidad, botón a botón, con delicadeza. Su torso atlético y peludo, sus pezones duros, sus brazos fuertes y musculados, todo en él me incitaba a probar, a descubrir, no existía en el mundo otro ser igual. O tal vez sí. Me acerqué y le desabroché los pantalones. Quería sentir, comer, besar aquel cuerpo peludo y viril ante mí, sobre mí, debajo de mí. La curiosidad morbosa pudo más que el miedo. Aquella noche aprendí a aullar.
Desperté al alba. El extraño me abrazaba con mimo. No llovía y el sol intentaba expandirse entre la niebla rasgando el velo mortecino de la pasada noche. Dentro de poco vería el cielo veteado por las nubes rosadas de la mañana. Le dejé mi número de teléfono en la mesilla y partí. Por fin había encontrado un nuevo tema de inspiración sobre el que escribir.
Al anochecer me llamó, me recogería después de cenar. Aunque me dijo su nombre, yo preferí llamarle: Lobo.
El celaje azulado va oscureciendo y se tiñe de rosa. Las olas rompen suaves sobre la arena y sus burbujas acarician tu piel. Llevas tiempo esperando. La luz te arropa y contemplas la fina línea del horizonte que separa el cielo del mar. Nostálgica, respiras hondo para que su aroma penetre en ti. Miras la arena bajo el agua, que brilla dorada por el sol. Necesitabais saber si lo que sentíais era amor o una atracción pasajera que, de la misma manera que llega, se va. Y os separasteis para averiguar la verdad. El frescor del agua calma tus pensamientos y juegas con las olas minúsculas y tranquilas.
Tiemblas de felicidad cuando ves que viene hacia ti, sonriente. Contemplas cómo la arena cálida y húmeda recoge sus pasos y forma un sendero tras de sí. Y llega adonde tú estás. Os miráis a los ojos y os reconocéis, reconocéis vuestro amor infinito. No puede ser que alguien ame más que tú, ni que este sentimiento se acabe nunca. Os abrazáis, os besáis, reís emocionados y os decís lo mucho que os habéis echado de menos. Ahora sabes que es cierto, que la distancia no ha conseguido diluir lo que el uno sentía hacia el otro, que los sentimientos han madurado, que tú formas parte de él y él de ti. Han sido seis meses de espera, de silencio, como un duelo de amor para que cada uno pudiese asegurarse de que el otro era la persona indicada en su vida. Seis meses en que has llegado a sentir que conocerle no fue real sino un sueño. Seis meses difíciles pero necesarios porque ahora podréis construir una vida basada en el amor, en la paciencia y en el cariño, en la tranquilidad de la madurez. Camináis de la mano hacia el hotel, jugando y chapoteando mientras os perseguís y reís. El sol se ha escondido con timidez y la brisa os acompaña traviesa, preludiando los juegos que pronto vendrán. Vuestras huellas sobre la arena se entremezclan y ríen mientras vosotros os abrazáis y os besáis repletos de felicidad.