Sola en la cabaña del bosque, a la luz de un quinqué. Miré por la ventana. Rayos como culebras rompían la oscuridad. El cielo rugía intenso sobre las ramas enloquecidas, árboles furiosos, la lluvia contra el cristal.

Dentro, una infusión que humeaba tranquila. Olía a tomillo, a verdadero, a cuando vas por el campo a recoger hierbas y flores, a pasear, a reencontrarte contigo. Saqué las cartas del cajón, amarillentas por la aspereza del tiempo, y jugué a un solitario, dos, tres. De la nada, aullidos en las tinieblas. Sombras. Lobos, pensé. Cogí el cuaderno y me fui a la cama. El viento gemía nervioso. Me arropé con el edredón y empecé a escribir. Sonó la ronquedad de un estruendo profundo que no se acababa nunca. El martilleo incesante del agua contra el techo, el suelo. Intenté escribir hasta quedarme dormida.

Al despertar, silencio. Pequeñas hebras de luz se filtraban por las contraventanas. Escuché bien y oí a la orquesta de reyezuelos, mirlos y picapinos. Salí al porche y me inundaron con su bienestar. Vi al sol arropado por la neblina, escuché el rumor del viento en las copas de las hayas, de los abetos, respiré la brisa fresca sobre  mi piel. Te gustaría. Me puse las botas, la chaqueta, y salí a pasear. Petricor, así se llama al aroma de tierra mojada después de llover. Durante días, todo eran lluvias; hoy, sus pequeñas gotas se descolgaban risueñas para caer sobre mí. Sabía a felicidad. Recordé que siempre hay tiempo para volver a soñar, sin importar lo fácil o difícil que se vuelva el camino, aunque a veces necesitemos un tiempo de soledad. Regresé a la cabaña bajo un trozo de cielo azul y sonreí por fin, después de tantos días de oscuridad.

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