Intenté llegar a un castillo en ruinas por el sendero que cruza el bosque y admirar desde lo alto las preciosas vistas. La lluvia caía suave. Quería sentir la libertad y bucear en el silencio, contemplar el campo al trasluz de la neblina. Ascendía y me empapaba del verdor del follaje salpicado de rojizos y amarillos, y pensaba en cómo volver a la tranquilidad inspiradora para un nuevo relato. Tronaba. De vez en cuando aparecían a mi derecha los campos recién labrados, y su marrón intenso contrastaba con el gris oscuro de las nubes que cubrían el cielo. La niebla bajaba traidora. Caminaba e intentaba liberar mi mente hasta que algo me sobresaltó, fue una intuición. Paré, a mi alrededor no había nadie, estaba sola. Dicen que si oyes al viento arrastrar un aullido, es que hay lobos cerca. Escuché pero solo oí el chocar de las gotas contra el suelo, las hojas, los charcos. No parecía que el tiempo fuese a empeorar. Dudé sobre si avanzar o regresar al coche.

Continué subiendo, sin prisa, distraída, hasta que me di cuenta de que arreciaba. Aceleré. El sendero estaba fangoso y resbaladizo, empezaba a cerrarse a mi paso. Las ramas enmarañadas se enredaban sobre mí. Ya casi había llegado. Quise alcanzar el castillo y buscar refugio, pero empezó a granizar y quedé empapada. Debía regresar, continuar ya no era una opción. Recordé una masía aislada por el camino, tal vez podría acercarme. Sí. A lo lejos. Una masía imponente y antigua, rectangular y de piedra oscura. Cuando llegué la niebla empezaba a cubrirla y su luz la anclaba como a un faro. Yo era la barca. Llamé al timbre.

Me abrió un hombre joven, alto, fuerte. Me observó. Le observé. Me fijé en su mirada oscura. Me invitó a pasar, sorprendido de encontrar a una excursionista bajo la tormenta. Me ofreció ropa limpia y un cuarto de invitados para ducharme y cambiarme. La decoración era antigua, cálida y rústica, pero el caserón era frío y húmedo. Bajé a la cocina. Me acerqué al hogar y los leños crepitaban, susurraban, como si la noche hubiese caído ya, como si la noche hubiese entrado conmigo. Miré por la ventana. Era de día. Sí. A las cuatro de la tarde todavía hay luz durante el otoño. Pero era una tarde hostil. Me quedaría el tiempo justo hasta que amainase. Dicen que de noche, si te conviertes en presa de un lobo, sus ojos brillan como las llamas de las velas.

El extraño me sirvió un plato de caza, jabalí asado con puré de castañas y calabaza. 

La lluvia no cesaba, repicaba furiosa contra los cristales. El día se diluyó hasta morir en la oscuridad. Me acerqué a la ventana y el vaho de mi respiración difuminó mi reflejo. Me desconcertó no ver nada a través de la ventana, solo oscuridad, el negro de la noche cobijando ideas, deseos, miedos. No había teléfono ni cobertura de móvil. Cada tic tac del reloj era un latigazo en mi pecho. Abrí la ventana y el frío me abofeteó, sentí un escalofrío como si una serpiente recorriese mi cuerpo. El viento aullaba arrastrándose desde el bosque. ¿Habrá algo más?, pensé. Cerré rápidamente y me sobresalté. En el cristal vi reflejada la figura del extraño, sonriendo. Me volteé nerviosa. “Sí, hay lobos, de noche no te adentres sola por estos bosques”. Calculé que mi coche debía estar a unas dos horas de allí, en la carretera. Subí a la habitación, mis ropas estaban secas. Quería largarme pero no era prudente quedarse ni tampoco marcharse. Esperé en la habitación hasta que el extraño dijo que tenía la cena lista. Bajé por cortesía. Los peldaños crujían.

“Te quedarás sola durante un rato”, dijo. Sentí miedo. Un miedo atroz. Marchó. Cené y estuve despierta durante horas, encerrada en mi habitación, hasta que me sobresalté. El crujir de los peldaños se hacía más y más fuerte. No me atreví a salir. No me atreví a mirar. Pero la puerta se abrió. El extraño apareció ante mí, ensangrentado, sonriente, con una baba descolgándose de sus colmillos. Vi el destello de las llamas en su mirada oscura: yo era la luz de las velas, el despertar de su lujuria obscena. Y él de la mía hacia un ser extraño medio hombre y medio lobo. Sentí miedo de mis instintos, de aquella atracción salvaje y famélica que me atormentó. Se desabrochó la camisa con suavidad, botón a botón, con delicadeza. Su torso atlético y peludo, sus pezones duros, sus brazos fuertes y musculados, todo en él me incitaba a probar, a descubrir, no existía en el mundo otro ser igual. O tal vez sí. Me acerqué y le desabroché los pantalones. Quería sentir, comer, besar aquel cuerpo peludo y viril ante mí, sobre mí, debajo de mí. La curiosidad morbosa pudo más que el miedo. Aquella noche aprendí a aullar.

Desperté al alba. El extraño me abrazaba con mimo. No llovía y el sol intentaba expandirse entre la niebla rasgando el velo mortecino de la pasada noche. Dentro de poco vería el cielo veteado por las nubes rosadas de la mañana. Le dejé mi número de teléfono en la mesilla y partí. Por fin había encontrado un nuevo tema de inspiración sobre el que escribir.

Al anochecer me llamó, me recogería después de cenar. Aunque me dijo su nombre, yo preferí llamarle: Lobo.

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