Cuando un domingo por la tarde estás tranquilamente en casa, un domingo de esos en que solo quieres atontarte delante del televisor. Y de repente, oyes un fuerte estruendo y corres para ver qué sucede. Pero resbalas por el pasillo encharcado y, chorreando hasta las cejas, llegas al baño. Tu corazón da un vuelco al ver que la bañera de tu vecino se ha derrumbado sobre la tuya. Entonces oyes un gemido, te acercas y te das cuenta de que el estúpido de tu vecino ha caído también. Como eres buena persona, te preocupas por él, le preguntas si está bien, y llamas a emergencias. Nada grave, cuatro chichones y un buen susto.
En el rellano todos te preguntan qué ha pasado. Y se ríen porque es el vecino que no te saluda nunca, el que no te ayuda a pulsar el botón del ascensor ni te aguanta la puerta si vas cargado hasta los topes, el que chasca los dedos cuando te ve, el que sube el volumen del televisor cuando sabe que estás enfermo. Ese, y no otro, te ha destrozado el piso recién reformado. Y durante dos semanas tropiezas nervioso con los paletas, los pintores y al final con el del parquet. Y como eres buena persona, exiges mejoras que no podías permitirte cuando pagaste la reforma de tu bolsillo. Y después a limpiar y ordenar. Y cuando un amigo te dice que deberías encontrar algo por lo que estar agradecido, le escupes que gracias pero que se meta el consejo por donde prefiera.
Y pasan los meses y resulta que tu vecino ya no es el mismo de antes: ahora te saluda, te ayuda, y ya no chasca los dedos para hacerte rabiar. Incluso hoy te ha ofrecido magdalenas. Además, en el comedor te pintaron un veneciano espectacular, y el parquet es finísimo. Por eso, al irte a dormir das vueltas sobre la cama y piensas en si tal vez deberías agradecerle a la maldita bañera de tu vecino que se cayese sobre la tuya. Y es que de vez en cuando la vida nos pone a prueba y no conseguimos comprender por qué y para qué; pero con el tiempo, las respuestas llegan.