Sonríes de felicidad. Sonríes y sientes el cosquilleo del viento sobre tu rostro. El olor del pañuelo que tapa tus ojos se confunde con el aroma dulce de las flores, y se te escapa la risa cuando, sin avisar, él toma tu mano. Te conduce con delicada firmeza y dice: “poco a poco, no hay prisa”, y cuida de ti para evitar que te caigas. Solo hay risas y felicidad. De repente, oyes el pequeño cauce de un río. “¿Dónde estamos?”, preguntas, pero no te contesta. Se ríe y aprovecha para hacerte cosquillas, y cuando intentas atraparle, se escapa. Volvéis a reír. “A ver si adivinas qué tipo de árbol es”, dice mientras te guía a través de sus ramas, que son largas y finas: claro que lo sabes, son las tímidas hojas de un sauce llorón rozando tu piel. Le dices que no sea malo, que te libere de este pañuelo para ver a dónde estáis. “Contigo soy un niño grande —responde—, un niño que nunca se cansa de jugar y de hacerte reír. Has de reír cada día para ser feliz. Tu risa y tu sonrisa me hacen feliz a mí también”. Y avanzas con inseguridad porque podrías poner un pie en el agua, aunque sabes que él nunca permitiría que te sucediese nada malo: es un niño grande, pero también un hombre. Divertido, vuelve a negarse a que te quites el pañuelo, quiere hacerte rabiar. Y tú le dejas. Sientes el frescor del agua a través de las hojas, entonces sabes que te acercas a la orilla, reculas. Él se ríe, te felicita, y sin que lo esperes te abraza delicadamente y te besa en la mejilla. Tu rubor le hace gracia. Y te besa en los labios y se aparta de nuevo. “Ven”, insistes. Y se acerca y sus dedos traviesos juegan sobre tu piel deslizándose por debajo de la blusa. Su respiración te enloquece, y vuelve a besarte suave, dulce, tierno.
¿Cuánto tiempo hace que no sentías tanta felicidad?, te preguntas sin conseguir responder. Tu cuerpo empieza a notar que ya no tenéis veinte años, pero ¿qué importa? ¿Acaso hay edad para ser feliz? Y te ríes también y te quitas el pañuelo. Y os abrazáis y os besáis y jugáis a pillar. ¿Por qué nadie te enseñó que en la madurez podrías amar y jugar como en la adolescencia? Estás loca de felicidad, saltas, cantas y ríes, y eres incapaz de enfadarte con nadie. Tu bienestar se contagia y todos quieren estar junto a ti. Cuando eras joven te dijeron que el amor se apaga, que dura poco, que un matrimonio es para toda la vida porque el amor de pareja se convierte en amor fraternal. Pero tú no te lo creíste porque te casaste enamorada, creíste que viviríais siempre con ese amor de la juventud. Pero un día despiertas y no recuerdas cuántos años llevas aguantando un matrimonio anodino, cuántos años sin sentir pasión por la vida. ¿Por qué nadie te explicó que esto no es la verdadera felicidad? ¿Por qué nadie te explicó que cuando este futuro aburrido llegase, podrías escoger cómo vivir tu vida, y que tal vez a ti no te bastase con la protección, la seguridad y la estabilidad familiar? Porque tal vez a ti, eso no te haga feliz. ¿Por qué no te enseñaron que puedes escoger y que aceptar la infelicidad debe ser una decisión y no una condición?
Sientes su abrazo y te dejas llevar, y os reís entre besos y suspiros. Y cuando, de camino a casa, la brisa dorada recoge vuestro susurro de amor, te alegras por haberte atrevido a escoger el camino de la felicidad.