¡Mirad qué foto tan chula me envía Jordi! Nos conocimos hace dos o tres de semanas durante un paseo por el bosque. Al despedirnos, me dijo que buscaría Blanca y Elisa para poder leerla. “¡Pero que no sea pirata!”, respondí riendo en broma pero en serio. Como me miró un poco así, le expliqué la anécdota del admirador que se la descargó pirata en PDF y que después me pidió si podría dedicársela en la tablet… Cuando sucedió aquello, escribí esta entrada en las RRSS:
Estupendo. Me acaba de abrir un admirador, me dice que se ha descargado Blanca y Elisa en PDF (pirata), que si se lo puedo dedicar en la tablet. Le respondo que es pirata, que me pase el enlace, que es mi trabajo, que tardé cuatro años en escribirlo más uno de revisarlo, y responde: La cultura es de todos. ¡Sí señor, con un par! Ahora me voy a comprar y exijo que me lo regalen, porque la comida es de todos y la luz y el gas y la hipoteca, que todo es de todos, hostias!
Al ver la fotografía de Jordi, que va con este mensaje que traduzco: “Ya la he encontrado… No es en PDF”, me he alegrado infinito. Así debería ser siempre para respetar al autor, al librero, a la editorial… O compramos el libro o lo pedimos en préstamo. Porque, como dijo al despedirnos, “si me lo descargo pirata me faltaría el respeto a mí mismo. Y todo empieza por uno mismo”. ¡Qué gran regalo, gracias!
Álex (Alejandra) me muestra una fotografía suya impartiendo clase en la escuela de niñas de Qala-e-Naw, una de las zonas más pobres de Afganistán, en 2006. “Fíjate, voy con chaleco, casco y machete, y teníamos a un francotirador en el tejado para darnos seguridad”, dice, y me pide que pixele su rostro y cualquier elemento que pueda identificarla. Y continúa: “Allí, las maestras son objetivo de los talibanes: si están en un colegio de niñas, porque no las quieren educar; si es en uno de niños, ¿cómo podría enseñarles una mujer?”.
Álex daba clases de inglés, de español y de matemáticas, y me cuenta la historia de la niña que está con ella en la fotografía. “Se llamaba Laila; era preciosa, de diez u once años, muy lista, fíjate con qué inocencia me mira, era indescriptible, me miraba a los ojos y a la boca. Recuerdo que el último día de clase, justo antes de las vacaciones de invierno, le pregunté si después iba a volver. Creo que no ─contestó─, porque mi padre me está buscando marido. Pero yo me quiero casar con Halim. Y, efectivamente, no volvió. Pero a principios de abril, me avisaron de que estaba en una cárcel de mujeres. Cuando llegué, vi a unas sesenta mujeres en una habitación de veinte metros cuadrados, sin camas, sin ventanas, sin ventilación y sin luz. Y solamente podían salir una hora al día para pasear por un patio. Y en esos veinte metros cuadrados lo hacían todo, hasta dormir e ir al baño… Y sin luz. Pienso en la suerte que tuvo Laila; estaba allí porque se había escapado con Halim, su “novio” de doce años, y ni te imaginas la cantidad de historias de amor entre chavalines que se escapan, y cuando las familias los pillan, los lapidan. Y esto ha venido a raíz de haber menos matrimonios concertados. Tuvieron suerte.
Ya imaginarás que hice lo que pude para sacarla de allí. Lo conseguí a través de una ONG que se encargaba de acoger a las niñas víctimas de matrimonios concertados. Eran niñas de trece o catorce años. Pero la ley islámica dicta que debían regresar a casa, así que tenían un abogado que hacía de intermediario entre ellas y la familia, para evitar que los maridos volviesen a maltratarlas. Y claro, te veían a ti, mujer, militar, armada hasta los dientes que cualquiera te dice nada, y te preguntaban que cómo era el mundo occidental. Y ¿tú qué les cuentas? ¿Cómo les explicas que tienes una hija de su edad, que va con minifalda al instituto, que se maquilla, y que los colegios son mixtos? ¿Qué les respondes para no darles falsas esperanzas?”.
Álex, además de dar clases en la escuela de niñas, colaboraba con una organización que luchaba por los derechos de la mujer; allí trabó amistad con la directora, de la que no sabe nada desde que Qala-e-Naw cayó en manos de los talibanes el pasado 12 de agosto. “Es que será carne de cañón ─dice embargada por una tristeza que se esconde detrás de su sonrisa─, espero que lo viese venir y que haya conseguido huir. Imagínate, allí organizábamos talleres para enseñar a las mujeres a tejer, a cocinar, talleres sobre la higiene femenina, el aparato reproductivo… porque había chicas que habían tenido tres o cuatro hijos y no sabían cómo cuidar a un neonato, por eso no los inscriben hasta los cinco años, por la alta tasa de mortalidad infantil. También les dábamos talleres de peluquería, de estética y de agricultura. De cualquier cosa que les garantizase ser autosuficientes de cara a mantener a la familia, pero sin saltarse la ley islámica”.
Le vuelvo a preguntar sobre Laila y responde que al final la casaron con un señor de cuarenta años. Y añade: “Afortunadamente, sobrevivió a la noche de bodas. Allí venden a las hijas porque les aportará dinero para poder sobrevivir. Y ha de ser con un hombre lo más mayor posible, porque según la ley de la sharia, cuanto más mayor sea él, más capacidad tendrá para cuidar de una niña de once años que parirá durante su juventud. En la práctica, empiezan a casarlas cuando les viene la regla, y durante la noche de bodas se las cepillan y las desangran. Es exageradísima la cantidad de niñas que mueren durante la noche de bodas. Y son cosas que te las traes, porque no se olvidan. Y cuando recuerdas a tus alumnas, piensas: ¿Qué habrá sido de ellas?, porque las recuerdas a todas, porque, para bien o para mal, nosotros interactuamos con ellos. Son cosas que hasta que no las ves, no puedes entenderlas. Nosotros llegamos a casa y tenemos luz, agua, calefacción… Pero el 80% de la población afgana, fuera de las grandes ciudades, viven en chabolas de barro, sin luz, sin agua potable, sin calefacción, sin habitaciones, porque es una chabola para todo. Y su única preocupación es saber qué van a comer mañana. Se ha trabajado muchísimo para tratar de que dejen el opio y para que aprendan otro medio de subsistencia. Mientras nosotros hemos estado allí, les hemos enseñado a cultivar cualquier tipo de legumbres, de vegetales y a criar otros tipos de animales además del cordero, porque nosotros lo hemos introducido. Nosotros, en Qala-e-Now, el ejército español, la AECID, y varias ONG internacionales, somos los que hemos puesto el alumbrado eléctrico de la ciudad. Pero es que se apagaba a las seis de la noche, porque iba con generadores, porque no hay torres de electricidad, van con gasolina y sería demasiado gasto. Y en estas condiciones, tú allí le hablas a alguien de derechos humanos y le estás hablando en chino, porque lo único que les interesa es sobrevivir y que no le pasen por cuchillo. Para que te hagas una idea: tenía a mi cargo a un trabajador afgano que acababa de ser padre, y se me presentó un día con su hija recién nacida, que no tendría ni un mes, y me la ofreció para que me la llevase a España. Me dijo: “prefiero que te la lleves tú, aunque no la vuelva a ver”. Pues si esa niña ha sobrevivido, que no lo sé, ahora tendrá quince o dieciséis años, la habrán casado y habrá tenido algún hijo. Eso, si no murió en la noche de bodas».
Por suerte, mientras escribo esta entrada, me llegan buenas noticias: Álex me avisa de que ha conseguido localizar y sacar, in extremis, a su amiga la directora, a ella y a su familia.
Confieso que me ha costado muchísimo escribir esta entrada, que me siento sobrepasada por la dificultad de intentar transmitir cómo se siente Álex, y cómo me siento yo después de escucharla. “Es doloroso ─dice al final─, con todo lo que se ha trabajado para enseñarles que hay otra vida y, de repente, de hoy para mañana, todo lo que había antes del quince de agosto ya no existe”. Y es que Álex ha dejado allí la mitad de su corazón.
Vivimos ciegos. Tenemos tan interiorizado que debajo de un burka habrá siempre una mujer, que aunque nos indignemos, no nos sorprende. Pero si intercambiamos a la mujer por el hombre (como en la última fotografía), nos damos cuenta de que él ha desaparecido. Ya no existe. Pero esto es algo que no sucede con la mujer, porque hemos asumido su invisibilidad, su tristeza y su esclavitud oculta debajo de un trozo de tela, aunque nos repugne esa idea.
Vivimos ciegos cuando asumimos lo inasumible. La costumbre mata. Como individuos no somos nada. No podemos luchar contra ningún sistema. Ni acceder a él. Porque si pudiésemos entrar para arreglarlo, viviríamos en un mundo feliz. Y no lo es. Nuestra felicidad y nuestra suerte dependen del lugar donde nacemos. Lo que sí podemos es organizarnos en colectivos sociales, luchar y avanzar, aunque sea con lentitud.
Vivimos gobernados por psicópatas, y lo son tanto los perpetradores de cualquier tipo de aberración, como quienes las consienten.
Hay cenizas en mi balcón. Se están quemando los campos y bosques de Santa Coloma de Queralt y alrededores. Allí viví durante diez años y en sus paisajes me inspiré para varios de los relatos que he publicado. Allí escribí Blanca y Elisa. Ahora, desde Igualada, oigo y veo a los hidroaviones que se desplazan para apagar el incendio. Han evacuado a la gente de las masías y confinado pedanías y pueblos. Están explotando antiguas bombas de la Guerra Civil que quedaron enterradas y olvidadas. El Castell de Queralt (del siglo X), símbolo de la Marca y monumento de interés nacional, ha quedado cercado por las llamas. Durante años paseé a diario por los lugares que ahora se queman. No tengo palabras. Sé que todo volverá a brotar, aunque no creo que me dé tiempo de volver ver los paisajes como los conocí; pero a mis hijos, sí.
Gracias a todos los que trabajan en este y otros incendios. Y un fuerte abrazo y ánimo para quienes lo estáis viviendo y sufriendo de cerca.
No soy creyente. O quizás sí. Me hospedaba en una casa cercana a la iglesia, la que tenía un pasillo a solaz de una parra y, detrás, un trozo de tierra que hacía de huerto y jardín; estaba en la parte alta del pueblo y las vistas eran espectaculares. La alquilé para todo el verano y llegué a finales de junio. Pasarás calor, mejor vete al norte, dijeron mis amigas. Pero yo necesitaba conocer algo nuevo y Andalucía era una buena opción.
La Iglesia coronaba una placita empedrada que tenía una fuente, un jazmín y un banco para sentarse; y aunque pequeña, se erguía solemne acogiendo la palabra de Dios. Aquella tarde, mientras el sol caía fatigoso sobre los campos de trigo y tocaban a misa de ocho, yo me refrescaba en la fuente. Sin más, el párroco se me acercó y me preguntó: ¿Nos acompañará usted? Creo que no, pero gracias, respondí; era joven, tendríamos más o menos la misma edad, unos treinta. Venga, anímese, al menos podrá cobijarse de este calor. Acepté porque me arrancó una sonrisa, y me congregué con los lugareños en la casa del Señor. Empezó su sermón hablando del Eclesiastés, sobre la futilidad de las riquezas materiales, e incidió en el versículo 5:15, que dice «Tal como salió del vientre de su madre, así se irá: desnudo como vino al mundo, y sin llevarse el fruto de tanto trabajo».
Desde la casa veía cómo pasaban las horas, tórridas e infatigables, pero mis favoritas eran las del amanecer, que despertaban sobre la alfombra de campos que tapizaban el valle. Porque yo me despertaba también, los gallos se afanaban serviles para empujar a los campesinos a su labranza. Entonces, iba a pasear y andaba por la ladera hasta internarme en un bosque cercano, por donde fluía un río con sus pequeños saltos de agua. Y resultó que dos o tres días después del sermón, me encontré con el párroco. También yo aprovecho estas horas para caminar y reflexionar, como usted, dijo sereno. Me alegré y le comenté que había pensado sobre la prédica del otro día, y añadí: no estoy de acuerdo. No creo que lleguemos ni marchemos desnudos de este mundo, seamos ricos o pobres; creo que nuestro equipaje es la familia en la que nacemos, y el amor o el odio que nos tengan al venir. Y nos vamos con el peso de nuestra vida, no solo con las buenas obras, también con lo que nos ha quedado por solucionar, con las disculpas que no supimos dar…
Así empezaron nuestras conversaciones. Y, a diario, recorríamos juntos el sendero del bosque, nos bañábamos en su lugar preferido, una poza de aguas cristalinas cobijada por la espesura, desayunábamos y charlábamos sobre el sermón de la misa de ocho del día anterior, a la que acudía sin falta. El pueblo empezó a murmurar. Que si un párroco de provincias, joven y de buen ver, ¡y recién salido del seminario! Que si una escritora de ciudad, con sus minifaldas y escotes… Quizás no les faltó razón.
Regresé a Barcelona. Y cuando a principios de octubre recibí la buena nueva, recordé la última prédica que le escuché el día antes de partir, la que empezaba con el versículo del Génesis 1: 27-28: «Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó,28 y los bendijo con estas palabras: “Sed fructíferos y multiplicaos”». Aquel día le recé al Señor. Y al siguiente, obró el milagro. No sé en qué pensé, quizás por cómo me miraba, porque se ruborizaba, porque se contenía… Los caminos del Señor son inescrutables.
Al verano siguiente regresé al pueblo andaluz, con su iglesia, con sus días calurosos y sus noches frescas, días de amaneceres delicados sobre los campos fuertes. Campos como tapices con sus hileras de olivos, de almendros, de cereal. Campos y siembras con el poder de la tierra y del amor. Pero no fui sola. Bautizamos a la pequeña Clara con agua del Jordán, él la hizo traer especialmente para ella.
No soy creyente, o quizás sí. Pero el verano del 97 fue el verano de mi vida: mis rezos fueron escuchados. «Sed fructíferos y multiplicaos». Es palabra de Dios. Amén.