Sueño que mi despacho da a un precioso jardín y que vivo en una cottage de la costa inglesa. Y lo lleno de flores y de plantas, de belleza, de armonía. Y entonces, me acuerdo de un maravilloso viaje a Inglaterra que hicimos mi pareja y yo justo antes de Navidad. Nos alojamos en casa de unos amigos y mirad qué precioso jardín invernal, seguro que ahora ya estará salpicado de flores. Les preguntaré. A ver si me animo y os cuento en mi próxima entrada cómo fue todo, y os enseño las fotos de algunos lugares que visitamos y que aparecen en Blanca y Elisa.
Porque, a veces, estar bien es tan sencillo como crear un buen ambiente hogareño. Y es que, aunque viva en un piso de ciudad, ya se acerca la primavera.
¡Por fin libre!, pensé. Y por primera vez en veinte años, empecé a sentir que mi casa era un lugar cómodo y lleno de tranquilidad. Hice limpieza de armarios, cambié cortinas, cuadros, pinté el piso, y renové todo lo que pude. Sin pedir permiso. A mi gusto. Sin preguntar: era mi espacio y lo quería limpio, bonito y ordenado. Y empecé a reír junto a mis hijos y a ser feliz sin sentirme culpable. Y entonces, con los meses, apareció otro hombre en mi vida, también divorciado y con hijos.
Y cada uno en su casa. Recuerdo la primera vez que limpió mi cocina porque yo me encontraba mal. Vino a comer y al acabar dijo: estírate que ya limpio yo. No me lo podía creer. Es más, al principio me negué porque ese era mi trabajo. Pero después acepté y me fui a dormir. Y, al despertar, parecía un milagro, ¡todo limpio y ordenado! Cuando fui a darle las gracias y explicarle mi sensación de bienestar, respondió: pues así es como me siento yo cuando tú arreglas mi casa. Y me di cuenta de que yo, como una autómata, limpiaba su casa porque formaba parte de mi rutina diaria. Ay, cuántas enseñanzas desde tiempos inmemoriales… Pero, ¿cómo es que limpiaba su casa y mi casa sin darme cuenta? Entonces, vi mi error: siempre daba exageradamente. Si se puede dar un cien por cien, yo entregaba el ciento diez, y él se agobiaba. Y yo siempre insistía en hacerme valer. ¿Hacerte valer?, se exclamaba. No hace falta que me des tanto, no quiero tanto, tu problema es que no te ves a ti misma, no te das cuenta de lo que vales. Y repetía: sé tú misma.
Y me puse a pensar. Y descubrí que no sabía quién era yo, que siempre me olvidaba de mí, de lo que yo quería. Así es que me propuse algo nuevo: a ser positivamente egoísta. Decidí que le daría el setenta por ciento y, el resto, para mí y mis proyectos. Y me costó. Pero aprendí.
También recuerdo la primera vez que me abrazó al despertar, que me dio los buenos días. Que me acunó. Y ese gesto, el que yo había entregado durante tantos y tantos años, cobró vida en mí porque lo recibí. ¡Y lo recibí sin tener que pedirlo! Y descubrí que los abrazos, además de curar, te protegen. Porque todo cambia cuando empiezas el día con amor. Porque a las mujeres nos enseñan fatal, nos enseñan a dar sin recibir. Y a los hombres les enseñan fatal, les enseñan a no escuchar porque la sensibilidad es una cualidad femenina. Ay, cuántas vidas insatisfechas. Y reivindiqué mi derecho a recibir de la misma manera que daba, porque ni yo te daré porque es mi obligación, ni tú recibirás porque es tu privilegio.
Y fue así
como, poco a poco, entendí que todo lo que había entregado durante años tenía
valor, que era un tesoro, que merecía a mi lado a un hombre que se sintiese
feliz cuidándome, y que me aceptase con lo bueno y con lo malo, igual que yo a
él.
Recuerdo
días. O mejor: momentos. Son los de la primera vez: el primer día que limpió mi
cocina, el primer abrazo al despertar, el primer regalo… Aquellos en los que la
conciencia se abrió a un nuevo aprendizaje: el del equilibrio y la felicidad.
Al final, solo queda la luz del amor hacia uno mismo. Y si conseguimos emerger desde ahí hacia los demás, liberados del ego y del juicio, sentiremos las derrotas como triunfos de aprendizaje y los fracasos como grandes lecciones de vida. Entonces, merecerá la pena vivir y sentir. Os deseo ánimo, fuerza y felicidad para el 2019.
Sortiren una
matinada fresca de finals de juliol. L’Eleonor i el Frederic viatjaven
acompanyats per la dida Josefina. El trajecte durava dos dies. Es mudaven. Els
grinyols del carruatge feien riure el petit, que tenia quatre anys complerts.
Mirava per la finestra i assenyalava els segadors, els rucs carregats amb els
feixos de palla, els ramats de bens… Que fascinant era tot! Fins i tot els
núvols que s’apropaven. “Resem perquè la tempesta arribi cap al tard, serà
forta”, comentà el cotxer. El Frederic rigué.
Al vespre, a
l’abric de la posada, arribà la nit. I la tempesta. Llampegava. Tronava. Qui
podia dormir en una nit així? El Frederic sentia com sa mare l’aferrava amb
tanta força com ell el seu osset de drap, i que l’acaronava amb la seva veu
dolça cantant-li la Chançon d’amour. Els hostes s’havien reunit a
la sala. Aquí no hi havia ciutat. Ni veïns. Només bosc i tempesta. A fora tot
esbategava furiós. De sobte, la porta s’obrí. Els homes van adreçar-s’hi per
tancar-la. I el Frederic, en un rampell de bogeria, llançà l’osset i sortí
cridant per foragitar el que tanta por feia a sa mare. L’Eleonor i la dida
cridaren i sortiren darrere seu alertant a tothom. Però hi havia tal confusió
que ningú va reaccionar a temps. On era el Frederic? Que tètric es veia tot amb
els clarobscurs dels llamps i trons. Llum. Foscor. Negror. Els crits de
l’Eleonor s’esvaïren entre els seus plors. Del Frederic en quedà l’osset. I el
record. El bosc n’engolí la resta.
Però el
Frederic vivia. Vivia i mirava la lluentor d’uns cabells d’argent copsats de
sol. Era l’endemà, quan una dona el portava a coll. Qui era? Tenia les mans
arrugades i els ulls inquiets. Amb ella hi havia aquell gos que l’havia
acompanyat durant la tempesta. Era en Cafur, que el sentí i el trobà entre
matolls d’espígol. Per això, aquella dona l’anomenà Petit Espígol. Em dic
Frederic, insistia ell; però ella responia que era l’Espígol. Pocs la
coneixien. Li deien la Bruixa perquè vivia amagada del món en un cau del Bosc
dels Esgavellats. I se la veia de tant en tant baixar al poble per a ajudar qui
necessités les seves pocions i arts màgiques.
El petit va
créixer feliç a pesar de l’enyorança. De vegades plorava. Quan vindrà la mama?,
preguntava sovint. Però la Bruixa s’havia apropiat d’ell i el cuidava. Li
ensenyava els secrets de les plantes, a orientar-se pel bosc, a llegir els
estels. I els records de la mare s’esvaïen. La Bruixa no el volia compartir amb
ningú. L’Espígol era la seva troballa particular i secreta. Ell era seu. I volia
tenir-lo allunyat de la maldat dels homes, que es mantingués amb l’ànima pura,
sublim, lliure. I durant cinc anys caminà descalç, pujà als arbres, es banyà
als rius d’aigua clara. I quin orgull de cabellera lluïa! I creixé cercant la
nimfa del riu pensant que ella se l’estimava tant que s’amagava tímida,
juganera. L’Espígol embogia de felicitat. Fins que un dia, es topà de fit a fit
amb un frare peregrí, el Marcel de Montserrat:
—I qui ets tu, petit vailet? D’on surts?
—Sóc
l’Espígol, fill del bosc, amic de la nimfa del riu i de la Bruixa! —respongué
donant-se un cop ben fort al pit.
En Marcel dibuixà un somriure, d’on sortia aquell petit intrèpid? No havia vist mai res de semblant. Però si va nu i descalç! I aquesta cabellera… I si és el nen que el bosc engolí?, pensà. I el portà cap a Montserrat tot i que la Bruixa s’hi resistís. Avisaren l’Eleonor, que en arribar el va abraçar amb força, plorant, ensenyant-li l’osset. El Frederic sospirà. Agafà l’osset. No sabia què dir, què pensar, què fer. Per què li havien tallat els cabells? Perquè havia de calçar sabates? Quan l’Eleonor va entonar la Chançon d’amour, ell també cantà. L’Eleonor plorava de felicitat. Però ell restava en silenci, observant. Què volia aquella gent? Qui eren? Què volia dir civilitzar? Per què l’havien vestit així? On era la Bruixa? La nit és llarga, pensà. El llit es flonjo com els cabells d’aquella dona, l’Eleonor. Però jo sóc l’Espígol i vull tornar a casa! I s’escapolí entre la foscor, vers el bosc.
Sonríes de felicidad. Sonríes y sientes el cosquilleo del viento sobre tu rostro. El olor del pañuelo que tapa tus ojos se confunde con el aroma dulce de las flores, y se te escapa la risa cuando, sin avisar, él toma tu mano. Te conduce con delicada firmeza y dice: “poco a poco, no hay prisa”, y cuida de ti para evitar que te caigas. Solo hay risas y felicidad. De repente, oyes el pequeño cauce de un río. “¿Dónde estamos?”, preguntas, pero no te contesta. Se ríe y aprovecha para hacerte cosquillas, y cuando intentas atraparle, se escapa. Volvéis a reír. “A ver si adivinas qué tipo de árbol es”, dice mientras te guía a través de sus ramas, que son largas y finas: claro que lo sabes, son las tímidas hojas de un sauce llorón rozando tu piel. Le dices que no sea malo, que te libere de este pañuelo para ver a dónde estáis. “Contigo soy un niño grande —responde—, un niño que nunca se cansa de jugar y de hacerte reír. Has de reír cada día para ser feliz. Tu risa y tu sonrisa me hacen feliz a mí también”. Y avanzas con inseguridad porque podrías poner un pie en el agua, aunque sabes que él nunca permitiría que te sucediese nada malo: es un niño grande, pero también un hombre. Divertido, vuelve a negarse a que te quites el pañuelo, quiere hacerte rabiar. Y tú le dejas. Sientes el frescor del agua a través de las hojas, entonces sabes que te acercas a la orilla, reculas. Él se ríe, te felicita, y sin que lo esperes te abraza delicadamente y te besa en la mejilla. Tu rubor le hace gracia. Y te besa en los labios y se aparta de nuevo. “Ven”, insistes. Y se acerca y sus dedos traviesos juegan sobre tu piel deslizándose por debajo de la blusa. Su respiración te enloquece, y vuelve a besarte suave, dulce, tierno.
¿Cuánto tiempo hace que no sentías tanta felicidad?, te preguntas sin conseguir responder. Tu cuerpo empieza a notar que ya no tenéis veinte años, pero ¿qué importa? ¿Acaso hay edad para ser feliz? Y te ríes también y te quitas el pañuelo. Y os abrazáis y os besáis y jugáis a pillar. ¿Por qué nadie te enseñó que en la madurez podrías amar y jugar como en la adolescencia? Estás loca de felicidad, saltas, cantas y ríes, y eres incapaz de enfadarte con nadie. Tu bienestar se contagia y todos quieren estar junto a ti. Cuando eras joven te dijeron que el amor se apaga, que dura poco, que un matrimonio es para toda la vida porque el amor de pareja se convierte en amor fraternal. Pero tú no te lo creíste porque te casaste enamorada, creíste que viviríais siempre con ese amor de la juventud. Pero un día despiertas y no recuerdas cuántos años llevas aguantando un matrimonio anodino, cuántos años sin sentir pasión por la vida. ¿Por qué nadie te explicó que esto no es la verdadera felicidad? ¿Por qué nadie te explicó que cuando este futuro aburrido llegase, podrías escoger cómo vivir tu vida, y que tal vez a ti no te bastase con la protección, la seguridad y la estabilidad familiar? Porque tal vez a ti, eso no te haga feliz. ¿Por qué no te enseñaron que puedes escoger y que aceptar la infelicidad debe ser una decisión y no una condición? Sientes su abrazo y te dejas llevar, y os reís entre besos y suspiros. Y cuando, de camino a casa, la brisa dorada recoge vuestro susurro de amor, te alegras por haberte atrevido a escoger el camino de la felicidad.
¿Tú te imaginas si hubiese esperado a mi Príncipe Azul? Como el hada buena fue un poco torpe y encantó a todos los de palacio menos a mí, era imposible dormirse con tanto ronquido. Y claro, cada vez que llegaba un príncipe me convertía en durmiente. ¡Oh, no soy su verdadero amor!, exclamaban tristes porque creían no despertarme. Hasta que un día decidí reclamar todos mis maridos. Les dije a los Grimm: Oye, que me debéis un montón de maridos ya. ¿Que qué haré con tantos maridos? Pues disfrutar… Mañana me voy a Ikea a comprar un armario para meterlos a todos. Y como soy hacendosa, haré la colada de maridos. Y los plancharé y los colgaré en perchas para que no se arruguen. Y los etiquetaré: “El marido del beso número 1”; el del beso número 2, el del 3, el del 4… Y así tendré para escoger… No os preocupéis, me sobra amor. ¡Por supuesto que les pondré naftalina!, no vayan a estropearse, que no siempre apetece tener un marido y mucho menos el mismo… Oye, ¿por qué no puedo tener una colección de maridos?… De todas maneras, si alguno no me gusta os lo devuelvo, ¿vale? Y fui construyendo mi harén.
Hasta que un día aterrizó mi Príncipe Azul, el de verdad. Y se pensó que me hallaría aquí, tirada y polvorienta después de ciento cincuenta y tres años, llorosa y sola porque no se le ocurrió otra cosa que leer mal el cuento. Si todo eran excusas: Ya lo sé, cari, he llegado un pelín tarde… Es que el cuento decía que debía despertar a la princesa durmiente… Y qué culpa tengo yo si por el camino me encontré con Blancanieves, que también dormía… Y tuve que casarme con ella, claro, por haberla despertado… Venga, cari, no te pongas así…
Y al final me harté de tanto marido y los devolví a todos. Los Grimm se quedaron un poco mosca cuando les dije que había decidido probar con princesas, ¡qué poco sentido del humor!