Álex (Alejandra) me muestra una fotografía suya impartiendo clase en la escuela de niñas de Qala-e-Naw, una de las zonas más pobres de Afganistán, en 2006. “Fíjate, voy con chaleco, casco y machete, y teníamos a un francotirador en el tejado para darnos seguridad”, dice, y me pide que pixele su rostro y cualquier elemento que pueda identificarla. Y continúa: “Allí, las maestras son objetivo de los talibanes: si están en un colegio de niñas, porque no las quieren educar; si es en uno de niños, ¿cómo podría enseñarles una mujer?”.
Álex daba clases de inglés, de español y de matemáticas, y me cuenta la historia de la niña que está con ella en la fotografía. “Se llamaba Laila; era preciosa, de diez u once años, muy lista, fíjate con qué inocencia me mira, era indescriptible, me miraba a los ojos y a la boca. Recuerdo que el último día de clase, justo antes de las vacaciones de invierno, le pregunté si después iba a volver. Creo que no ─contestó─, porque mi padre me está buscando marido. Pero yo me quiero casar con Halim. Y, efectivamente, no volvió. Pero a principios de abril, me avisaron de que estaba en una cárcel de mujeres. Cuando llegué, vi a unas sesenta mujeres en una habitación de veinte metros cuadrados, sin camas, sin ventanas, sin ventilación y sin luz. Y solamente podían salir una hora al día para pasear por un patio. Y en esos veinte metros cuadrados lo hacían todo, hasta dormir e ir al baño… Y sin luz. Pienso en la suerte que tuvo Laila; estaba allí porque se había escapado con Halim, su “novio” de doce años, y ni te imaginas la cantidad de historias de amor entre chavalines que se escapan, y cuando las familias los pillan, los lapidan. Y esto ha venido a raíz de haber menos matrimonios concertados. Tuvieron suerte.
Ya imaginarás que hice lo que pude para sacarla de allí. Lo conseguí a través de una ONG que se encargaba de acoger a las niñas víctimas de matrimonios concertados. Eran niñas de trece o catorce años. Pero la ley islámica dicta que debían regresar a casa, así que tenían un abogado que hacía de intermediario entre ellas y la familia, para evitar que los maridos volviesen a maltratarlas. Y claro, te veían a ti, mujer, militar, armada hasta los dientes que cualquiera te dice nada, y te preguntaban que cómo era el mundo occidental. Y ¿tú qué les cuentas? ¿Cómo les explicas que tienes una hija de su edad, que va con minifalda al instituto, que se maquilla, y que los colegios son mixtos? ¿Qué les respondes para no darles falsas esperanzas?”.
Álex, además de dar clases en la escuela de niñas, colaboraba con una organización que luchaba por los derechos de la mujer; allí trabó amistad con la directora, de la que no sabe nada desde que Qala-e-Naw cayó en manos de los talibanes el pasado 12 de agosto. “Es que será carne de cañón ─dice embargada por una tristeza que se esconde detrás de su sonrisa─, espero que lo viese venir y que haya conseguido huir. Imagínate, allí organizábamos talleres para enseñar a las mujeres a tejer, a cocinar, talleres sobre la higiene femenina, el aparato reproductivo… porque había chicas que habían tenido tres o cuatro hijos y no sabían cómo cuidar a un neonato, por eso no los inscriben hasta los cinco años, por la alta tasa de mortalidad infantil. También les dábamos talleres de peluquería, de estética y de agricultura. De cualquier cosa que les garantizase ser autosuficientes de cara a mantener a la familia, pero sin saltarse la ley islámica”.
Le vuelvo a preguntar sobre Laila y responde que al final la casaron con un señor de cuarenta años. Y añade: “Afortunadamente, sobrevivió a la noche de bodas. Allí venden a las hijas porque les aportará dinero para poder sobrevivir. Y ha de ser con un hombre lo más mayor posible, porque según la ley de la sharia, cuanto más mayor sea él, más capacidad tendrá para cuidar de una niña de once años que parirá durante su juventud. En la práctica, empiezan a casarlas cuando les viene la regla, y durante la noche de bodas se las cepillan y las desangran. Es exageradísima la cantidad de niñas que mueren durante la noche de bodas. Y son cosas que te las traes, porque no se olvidan. Y cuando recuerdas a tus alumnas, piensas: ¿Qué habrá sido de ellas?, porque las recuerdas a todas, porque, para bien o para mal, nosotros interactuamos con ellos. Son cosas que hasta que no las ves, no puedes entenderlas. Nosotros llegamos a casa y tenemos luz, agua, calefacción… Pero el 80% de la población afgana, fuera de las grandes ciudades, viven en chabolas de barro, sin luz, sin agua potable, sin calefacción, sin habitaciones, porque es una chabola para todo. Y su única preocupación es saber qué van a comer mañana. Se ha trabajado muchísimo para tratar de que dejen el opio y para que aprendan otro medio de subsistencia. Mientras nosotros hemos estado allí, les hemos enseñado a cultivar cualquier tipo de legumbres, de vegetales y a criar otros tipos de animales además del cordero, porque nosotros lo hemos introducido. Nosotros, en Qala-e-Now, el ejército español, la AECID, y varias ONG internacionales, somos los que hemos puesto el alumbrado eléctrico de la ciudad. Pero es que se apagaba a las seis de la noche, porque iba con generadores, porque no hay torres de electricidad, van con gasolina y sería demasiado gasto. Y en estas condiciones, tú allí le hablas a alguien de derechos humanos y le estás hablando en chino, porque lo único que les interesa es sobrevivir y que no le pasen por cuchillo. Para que te hagas una idea: tenía a mi cargo a un trabajador afgano que acababa de ser padre, y se me presentó un día con su hija recién nacida, que no tendría ni un mes, y me la ofreció para que me la llevase a España. Me dijo: “prefiero que te la lleves tú, aunque no la vuelva a ver”. Pues si esa niña ha sobrevivido, que no lo sé, ahora tendrá quince o dieciséis años, la habrán casado y habrá tenido algún hijo. Eso, si no murió en la noche de bodas».
Por suerte, mientras escribo esta entrada, me llegan buenas noticias: Álex me avisa de que ha conseguido localizar y sacar, in extremis, a su amiga la directora, a ella y a su familia.
Confieso que me ha costado muchísimo escribir esta entrada, que me siento sobrepasada por la dificultad de intentar transmitir cómo se siente Álex, y cómo me siento yo después de escucharla. “Es doloroso ─dice al final─, con todo lo que se ha trabajado para enseñarles que hay otra vida y, de repente, de hoy para mañana, todo lo que había antes del quince de agosto ya no existe”. Y es que Álex ha dejado allí la mitad de su corazón.
Vivimos ciegos. Tenemos tan interiorizado que debajo de un burka habrá siempre una mujer, que aunque nos indignemos, no nos sorprende. Pero si intercambiamos a la mujer por el hombre (como en la última fotografía), nos damos cuenta de que él ha desaparecido. Ya no existe. Pero esto es algo que no sucede con la mujer, porque hemos asumido su invisibilidad, su tristeza y su esclavitud oculta debajo de un trozo de tela, aunque nos repugne esa idea.
Vivimos ciegos cuando asumimos lo inasumible. La costumbre mata. Como individuos no somos nada. No podemos luchar contra ningún sistema. Ni acceder a él. Porque si pudiésemos entrar para arreglarlo, viviríamos en un mundo feliz. Y no lo es. Nuestra felicidad y nuestra suerte dependen del lugar donde nacemos. Lo que sí podemos es organizarnos en colectivos sociales, luchar y avanzar, aunque sea con lentitud.
Vivimos gobernados por psicópatas, y lo son tanto los perpetradores de cualquier tipo de aberración, como quienes las consienten.
Hay cenizas en mi balcón. Se están quemando los campos y bosques de Santa Coloma de Queralt y alrededores. Allí viví durante diez años y en sus paisajes me inspiré para varios de los relatos que he publicado. Allí escribí Blanca y Elisa. Ahora, desde Igualada, oigo y veo a los hidroaviones que se desplazan para apagar el incendio. Han evacuado a la gente de las masías y confinado pedanías y pueblos. Están explotando antiguas bombas de la Guerra Civil que quedaron enterradas y olvidadas. El Castell de Queralt (del siglo X), símbolo de la Marca y monumento de interés nacional, ha quedado cercado por las llamas. Durante años paseé a diario por los lugares que ahora se queman. No tengo palabras. Sé que todo volverá a brotar, aunque no creo que me dé tiempo de volver ver los paisajes como los conocí; pero a mis hijos, sí.
Gracias a todos los que trabajan en este y otros incendios. Y un fuerte abrazo y ánimo para quienes lo estáis viviendo y sufriendo de cerca.
No soy creyente. O quizás sí. Me hospedaba en una casa cercana a la iglesia, la que tenía un pasillo a solaz de una parra y, detrás, un trozo de tierra que hacía de huerto y jardín; estaba en la parte alta del pueblo y las vistas eran espectaculares. La alquilé para todo el verano y llegué a finales de junio. Pasarás calor, mejor vete al norte, dijeron mis amigas. Pero yo necesitaba conocer algo nuevo y Andalucía era una buena opción.
La Iglesia coronaba una placita empedrada que tenía una fuente, un jazmín y un banco para sentarse; y aunque pequeña, se erguía solemne acogiendo la palabra de Dios. Aquella tarde, mientras el sol caía fatigoso sobre los campos de trigo y tocaban a misa de ocho, yo me refrescaba en la fuente. Sin más, el párroco se me acercó y me preguntó: ¿Nos acompañará usted? Creo que no, pero gracias, respondí; era joven, tendríamos más o menos la misma edad, unos treinta. Venga, anímese, al menos podrá cobijarse de este calor. Acepté porque me arrancó una sonrisa, y me congregué con los lugareños en la casa del Señor. Empezó su sermón hablando del Eclesiastés, sobre la futilidad de las riquezas materiales, e incidió en el versículo 5:15, que dice «Tal como salió del vientre de su madre, así se irá: desnudo como vino al mundo, y sin llevarse el fruto de tanto trabajo».
Desde la casa veía cómo pasaban las horas, tórridas e infatigables, pero mis favoritas eran las del amanecer, que despertaban sobre la alfombra de campos que tapizaban el valle. Porque yo me despertaba también, los gallos se afanaban serviles para empujar a los campesinos a su labranza. Entonces, iba a pasear y andaba por la ladera hasta internarme en un bosque cercano, por donde fluía un río con sus pequeños saltos de agua. Y resultó que dos o tres días después del sermón, me encontré con el párroco. También yo aprovecho estas horas para caminar y reflexionar, como usted, dijo sereno. Me alegré y le comenté que había pensado sobre la prédica del otro día, y añadí: no estoy de acuerdo. No creo que lleguemos ni marchemos desnudos de este mundo, seamos ricos o pobres; creo que nuestro equipaje es la familia en la que nacemos, y el amor o el odio que nos tengan al venir. Y nos vamos con el peso de nuestra vida, no solo con las buenas obras, también con lo que nos ha quedado por solucionar, con las disculpas que no supimos dar…
Así empezaron nuestras conversaciones. Y, a diario, recorríamos juntos el sendero del bosque, nos bañábamos en su lugar preferido, una poza de aguas cristalinas cobijada por la espesura, desayunábamos y charlábamos sobre el sermón de la misa de ocho del día anterior, a la que acudía sin falta. El pueblo empezó a murmurar. Que si un párroco de provincias, joven y de buen ver, ¡y recién salido del seminario! Que si una escritora de ciudad, con sus minifaldas y escotes… Quizás no les faltó razón.
Regresé a Barcelona. Y cuando a principios de octubre recibí la buena nueva, recordé la última prédica que le escuché el día antes de partir, la que empezaba con el versículo del Génesis 1: 27-28: «Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó,28 y los bendijo con estas palabras: “Sed fructíferos y multiplicaos”». Aquel día le recé al Señor. Y al siguiente, obró el milagro. No sé en qué pensé, quizás por cómo me miraba, porque se ruborizaba, porque se contenía… Los caminos del Señor son inescrutables.
Al verano siguiente regresé al pueblo andaluz, con su iglesia, con sus días calurosos y sus noches frescas, días de amaneceres delicados sobre los campos fuertes. Campos como tapices con sus hileras de olivos, de almendros, de cereal. Campos y siembras con el poder de la tierra y del amor. Pero no fui sola. Bautizamos a la pequeña Clara con agua del Jordán, él la hizo traer especialmente para ella.
No soy creyente, o quizás sí. Pero el verano del 97 fue el verano de mi vida: mis rezos fueron escuchados. «Sed fructíferos y multiplicaos». Es palabra de Dios. Amén.
Ayer me llamó Virgili, decía que pasaría por Igualada y me invitaba a desayunar, y ¡yo feliz! Le conocí cuando aceptó entrevistarse conmigo para ayudarme con mi segunda novela, que espero terminar bien pronto, y se convirtió en fuente de inspiración para un personaje. Impresiona cuando te explica sus experiencias durante la antigua guerra de los Balcanes; fue como payaso para ayudar cuando parecía que reír estaba prohibido, dice. Me cuesta imaginar que alguien que está sufriendo una guerra pueda reírse, y él y su compañía consiguieron que su público se reconciliase, ni que fuese por un instante, con su risa y su felicidad.
Pero no fue fácil, pudieron hacerlo gracias a los donativos que recaudaban para costearse el trayecto y la estancia cada vez que se iban; recorrían dos mil quilómetros de ida y otros tantos de vuelta con su furgoneta, y dejaban a sus familias para meterse en una guerra y ayudar a quienes no conocían. Hay que ser muy valiente, dije la primera vez que hablamos; pero él no lo ve así. No has de pensarlo, te lanzas y cuando regresas te das cuenta de que te estabas jugando la vida. Ahora está jubilado, es voluntario en la Cruz Roja y construye un circo de pulgas para sus nietos. Ya verás, algunas se lanzarán a la piscina desde el trampolín, otras conducirán en motocicleta sobre la cuerda floja, otras harán piruetas en el trapecio… Irá todo dentro de una maleta, ¡las pulgas han de viajar con comodidad!, dice.
Tengo la inmensa suerte de haber encontrado a personas que como él, desde el principio y sin conocerme, confiaron en mí para este proyecto que es la novela. Gracias a todos por ayudarme, animarme y aconsejarme durante este camino que dura cuatro años ya, y que a momentos rebasa lo profesional para adentrarse en lo personal. Sois increíbles, vuestra amistad es un privilegio. Espero saber trasmitir, con mi trabajo, toda vuestra grandeza y humanidad. A todos, gracias.
Ser madre es lo más difícil que hay, nos enfrentamos día a día a los retos que nos plantean las dificultades de nuestros hijos. A veces no sabemos cómo ayudarles; otras, son nuestro espejo. Y quizás no nos guste algo de lo que vemos. Entonces, me doy cuenta de que he de solucionarlo en mí para poder cambiar el ejemplo que les doy a ellos. Recuerdo la frase de un compañero de escuela, que me dijo allá por el 87: “Qué difícil es educar a los padres”. Ahora, como madre, pienso: qué difícil desaprender lo que hago mal para reaprender y hacerlo mejor. Lo hago por ellos, reconstruirme yo para que puedan superar mis limitaciones. Y pasan los años, crecen, se hacen mayores; entonces, les pido consejo, qué piensas, cómo lo harías, ¿te gusta? Son mis grandes maestros, la luz de mi vida.
Ayer fue un día especial gracias a ellos y a vosotros. Gracias a todos por vuestra compañía, vuestros mensajes y buenos deseos, llamadas, felicitaciones, el sentimiento es mutuo, os deseo siempre lo mejor. Un año más sabia, un renacer, un cumple vida (como dice mi amiga Araceli). Gracias a todos por estar en mi vida.
A la llum de l’alba, l’aigua dormisqueja tranquil•la davant una paret de roques a l’altra riba. Els primers rajos de sol desperten el llac. El tul de boira s’enretira amb suavitat i el paradís es vesteix de color. Fa fred i no t’atreveixes a sortir de la tenda. Fa olor de farigola i les camamilles estan a punt de florir.
S’hi arriba per un corriol que es perd entre la boscúria; a estones, s’enfila per passadissos de lloses relliscoses; a trossos, fa equilibris arran de barranc. De sobte, després d’hores de camí, comences a sentir com flueix el riu, sobretot ara, a l’abril, quan la natura desperta coqueta per embruixar-nos amb el seu rubor, quan la neu es fon com si l’aigua es deixondís de la hibernació. El riu que baixa lliscant entre les roques, amarant les parets, la molsa i les flors que s’hi arrapen per no veure’s arrossegades pels salts d’aigua inesperats. I just allà, després d’un racó que queda a l’esquerra, s’obre una gruta. Hi entres i camines per la penombra humida sota un sostre de volta que degota; alguna perla d’aigua et cau a sobre, però d’altres dringuen en els petits tolls que ressonen sota el silenci. Saps que ja ets a prop quan veus una boca de pedra que s’obre per deixar-te sortir; al darrere, un arc de Sant Martí es desplega sempre sobre una boira etèria de la cascada que hi trobaràs. Apartes lleugerament algunes plantes que pengen com cortines i deixes enrere la cova. Ja només falta travessar un petit barranc relliscós i agafar-te bé als arbres que ja coneixes. De sobte, el cel s’obre i entre mil tonalitats de verd apareix un llac de color maragda.
Per fi, la boira s’ha enretirat i surts de la tenda per refrescar-te al llac. El contemples i recordes quan fa anys agafaves aquell caragol de mar que pesava una barbaritat; per fora era aspre, rugós, ocre; per dins, rosat i suau, fi. Te’l posaves a cau d’orella i tancaves els ulls per a escoltar-ne el so. T’imaginaves la mar. Avui saps que et senties a tu, que era el teu propi pols i no l’onatge i la brisa marina. Avui ja no tens aquest caragol de mar per evadir-te del món, però et tens a tu. Encens el fogó i et prepares un te. Mires el llac que continua immòbil com un mirall fosc, profund, i contemples el reflex d’un núvol que s’hi fon. És tan real… De vegades necessitem que el món s’aturi. T’asseus i esperes que la tassa de te t’escalfi les mans. Més amunt, amb el desglaç, el riu baixa furiós; però aquí respira tranquil. Tanques els ulls i agraeixes un dia més aquesta solitud per retrobar-te amb tu entre tanta felicitat i tranquil•litat.
A la luz del alba, el agua duerme tranquila delante de una pared de roca que descansa en la otra orilla. Los primeros rayos de sol despiertan el lago y el tul de niebla se retira con lentitud; el paraíso se viste de color. Hace frío y no te atreves a salir de la tienda. Huele a tomillo y las manzanillas están a punto de florecer.
Se llega por un sendero que se pierde entre la espesura del bosque; a ratos, se enfila sobre pasillos de losas resbaladizas; a veces, hace equilibrios por algún barranco. De repente, tras varias horas de camino, empiezas a oír como fluye el río, sobre todo ahora, en abril, cuando la naturaleza despierta coqueta para hechizarnos con su rubor, cuando las nieves se funden como si el agua se desperezase de la hibernación. El río que corre desde lo alto deslizándose entre las rocas, empapando las paredes, el musgo y las flores que se agarran para no verse arrastradas por inesperados saltos de agua. Y justo allí, tras un recodo que queda a la izquierda, se abre una gruta. Entras y caminas por la penumbra húmeda bajo un techo abovedado que gotea; alguna perla de agua te cae encima, pero otras repiquetean en los pequeños charcos que resuenan bajo el silencio. Sabes que ya estás cerca cuando ves que una boca de piedra se abre para dejarte salir; detrás, luce siempre el arcoíris sobre una bruma etérea por la cascada que encontrarás. Apartas ligeramente algunas plantas que se descuelgan como cortinas y dejas la cueva atrás. Ya solo falta un pequeño barranco resbaladizo y sujetarse bien a los árboles que ya conoces. De repente, el cielo se abre y entre mil tonalidades de verde aparece un lago esmeralda.
Por fin, la niebla se ha retirado y sales de la tienda para refrescarte en el lago. Lo contemplas y recuerdas cuando hace años cogías aquella caracola que pesaba una barbaridad; por fuera era áspera, rugosa, ocre; por dentro, rosada y suave, fina. Te la ponías en la oreja y cerrabas los ojos para escuchar su sonido. Te imaginabas el mar. Hoy sabes que te oías a ti, que era tu propio pulso y no el oleaje y la brisa marina. Hoy ya no tienes esa caracola para evadirte del mundo, pero te tienes a ti. Enciendes el hornillo y te preparas un té. Miras el lago que continúa inmóvil como un espejo oscuro, profundo, y contemplas el reflejo de una nube que se funde en él. Es tan real… A veces necesitamos que el mundo se pare; te sientas y esperas a que la taza de té caliente tus manos. Más arriba, con el deshielo, el río baja furioso; pero aquí respira tranquilo. Cierras los ojos y agradeces estar un día más en soledad, para volverte a encontrar entre tanta felicidad y tranquilidad.
Ahora que se acerca Sant Jordi, empiezo a recibir encargos para dedicar Blanca y Elisa. Pero como algunos sabréis, este año no podré estar en persona en ninguna parada, ni saludaros, charlar o dedicaros los libros allí. Os propongo, pues, que si deseáis que os firme algún ejemplar, me lo pidáis por privado y os lo envío, o lo compréis en vuestra librería de confianza (o directamente en la página de la editorial), y cuando nos veamos, os lo dedico tomando un café.
Y para los que estéis por Igualada, os invito a descubrir la parada de los autores locales de la Conca d’Òdena, que se llama Literatura i il•lustració km.0 y acogerá a veintiún artistas. Blanca y Elisa també estará, si me avisáis con tiempo puedo dejaros allí algún ejemplar dedicado.
Os deseo a todos feliz Sant Jordi. ¡Un fuerte abrazo!
Cuando nos planteamos escribir un nuevo relato de ficción, siempre hay cosas interesantes por decir si sabemos tirar del hilo para ir descubriendo qué se oculta en nuestro imaginario y qué es aquello que nos motiva a continuar. Entonces, nos damos cuenta de que esa semilla está llena de profundidad, y que desde una imagen, una frase o un pensamiento podemos crear algo infinito. Porque es infinito lo que tenemos por decir cuando estamos creando nuevas realidades y nos preguntamos qué habrá más allá. Este ha sido uno de los aprendizajes durante el curso de escritura, que para algunos ha sido el primero; otros, ya estaban avezados. Y juntos, nos hemos adentrado en el significado de la creación literaria y hemos descubierto qué es y que implica el trabajo de investigación y documentación para crear una historia, además de divertirnos escribiendo el relato colaborativo «Uno allegretto de Bach«.
Entonces, surgen respuestas a preguntas que quizás no nos hubiésemos planteado en otro momento, como por ejemplo, qué pueden representar unos zapatos para un chico de dieciocho años que ha huido del Senegal y que vive en Barcelona; dice, Estuve toda la noche despierto sujetando con fuerza los zapatos contra mi pecho. No podía quedarme con los pies desnudos, al día siguiente quería empezar a buscar trabajo; así, entendemos que para él son el símbolo de una nueva vida. O si escuchamos la voz de una abuela que mientras recorre el camino de Santiago, recuerda sus años de niñez en la escuela, y nos confiesa todo el que sufrió y lloró por culpa de la madre Leonora, que hacía tocamientos indecentes a las niñas: Aquellas manos me hicieron llorar a escondidas durante mucho de tiempo. Porque aquellas manos jugaban sucio, porque pecaban por los rincones, porque al llegar a casa, nos hacían llorar en silencio. Esto no significa que estemos creando monstruos, sino que a través de la literatura damos voz a temas importantes para reflexionar.
Pero no todo ha de ser dramático, a veces las historias dan giros inesperados y divertidos, como el caso de la profesora argentina de tango que recibía la proposición de un novio a punto de romper su compromiso, porque con ella había descubierto un deseo que nunca antes había sentido, pero ella respondía: No te precipites, Enrique. Ven mañana con Elena, bailad juntos, muéstrate, entrégate como lo has hecho conmigo, y entonces verás que es el baile lo que te embriaga, no yo. ¿¡Sabes que eres un caso típico!?
Y no podían faltar, en un curso de escritura, algunos momentos llenos de lirismo dentro de la profundidad reflexiva, como leemos en el relato «Como un blues”: Cuando estaba con ella al final del día, justo antes de ir a tocar al Music Temple, cuando el sol se desliza por el oeste y deja un sabor anaranjado y rojizo que te llena la vista, el espíritu… Entonces, me gustaba andar hasta el acantilado y sentir como la salobridad me empapaba el alma.
Historias que han surgido de una frase, un pensamiento o una fotografía. Y es que el día a día puede ser nuestra inspiración, solo tenemos que aprender cómo utilizarlo para crear una nueva vida, un mundo nuevo. Muchas gracias a todos los participantes, que podéis ver en pequeño comité en la fotografía, y al Espai Cívic Centre y l’Ajuntament d’Igualada
La solitud i la tristor m’han inspirat per tocar com mai a la meva vida. Sóc un bluesman que frega els seixanta i fins fa un parell de setmanes tenia una relació amb una prostituta. Els seus ulls verds, la pell de color del cafè acabat de torrar i un cos que convidava a acaronar-lo com si fos una guitarra Stratocaster em tenien el cor robat. Ara, ella viu amb un corredor d’apostes de Portland. Com a comiat em va dir que no sempre tindrà vint-i-cinc anys, que vol prosperar i que amb un músic mediocre com jo no tenia futur.
Quan estava amb ella, al cap del dia i abans d’anar a tocar al «Music Temple», quan el sol llisca gola avall de l’oest i deixa un regust ataronjat i vermell que omple tant la vista com l’esperit, m’agradava caminar fins al penya-segat i sentir com la salabror amara l’ànima. Allà, tancant els ulls, imaginava que era una gavina que vola cap a l’horitzó. Això em donava el valor suficient per a tocar i no fer cas de les cares inexpressives, dels borratxos i dels preludis de dormitori de les parelles mig amagades a la penombra. Però ara, tinc por que en arribar al penya-segat oblidi que en lloc de plomes tinc pell i en lloc d’ales tinc braços i que, després de l’últim pas, el meu cos s’estimbi allà baix on les onades piquen a les roques.
M’ha costat d’entendre, però s’ha de ser allò que vols per aconseguir-ho. I després de tres mesos sol i mentre segueixo buscant el seu cos en un llit ocupat tan sols per mi, cobro milers de dòlars per cada actuació en els millors locals de la ciutat.